El 2020 debe ser el año de la humildad, sugiere John Gray en un artículo publicado en The New Statesman. El año nos recordó que habitamos un mundo que nunca podremos entender del todo y que jamás llegaremos a controlar. De la escuela al comercio, de la intimidad a la gran política: todo ha sido alterado por partículas que no podemos ni ver. La lección parece clara, dice el filósofo que acaba de publicar un ensayo sobre filosofía felina. La pandemia, más que un evento históricamente extraordinario, es recordatorio de nuestra fragilidad. El gran impacto de la pandemia es (debería ser, agrego yo con menos confianza de que seamos capaces de aprendizaje) haber pinchado la burbuja de la pretendida supremacía humana.
La vacuna nos puede engañar con la idea de que la humanidad recupera el dominio de la naturaleza. Si el planeta tiene dueño son los microbios.
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Cuando no quede ninguno de nosotros vivo, sospecho que el 2020 apenas será recordado por las muertes o el encierro. La mutación geopolítica de este tiempo será, seguramente, más relevante que la tragedia. El historiador que dentro de unas décadas se asome a este año cruel lo registrará probablemente como el año en que inició el siglo XXI, el año que disparó simbólicamente el ascenso de China y mostró la irreversible decadencia de Estados Unidos. La cuna del virus resultó una de las grandes ganadoras del año. Después del encubrimiento, el gobierno chino fue capaz de contener el contagio y retomar, en buena medida, la normalidad. Frente a ello, Estados Unidos se mostró, en palabras del novelista Dave Eggers, como una “mezcla terrorífica de reality show televisivo, república bananera y Estado fallido”.
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En el video de El País que muestra a los caricaturistas del oficialismo (ellos mismos se presentan como orgullosos portadores de la etiqueta) hay un momento extraordinario. Rafael Barajas, El Fisgón, no solamente caricaturista de enorme talento, sino también gran historiador del cartonismo mexicano, reflexiona sobre sus reacciones ante lo que dice el Presidente. Durante un tiempo sentía el chicote automático de la crítica. Seguramente le incomodaría la mojigatería o la superstición del gobernante. Tal vez la defensa del militarismo que hace constantemente desde Palacio Nacional le provocaría tirria, pero ya ha aprendido a contener esa vanidad de pensar por sí mismo. “Con Andrés Manuel me pasa con mucha frecuencia que no estoy de acuerdo con cosas que dice. Pero ahora, mi reflejo es preguntarme: ‘¿Qué es lo que no estoy entendiendo?'”. La confesión es asombrosa: si se asoma una diferencia con el Presidente es que yo estoy equivocado. Es una de las más valientes defensas de la renuncia al pensamiento que he escuchado. Que nadie dude de lealtades. Andrés Manuel: te doy mis ojos.
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2020: lo predecible era impensable.
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La pandemia reveló la vacuidad del poder vertical. Lo que dijo el reportero Joshua Yaffa sobre el fracaso de Putin para encarar la crisis sanitaria en Rusia es aplicable a muchos otros regímenes que apuestan al imperio de una máquina de jerarquías. El teatro de la pirámide puede dar apariencia de poder pero ahuyenta el debate auténtico, desatiende la voz de los expertos y convierte a los científicos y a los funcionarios públicos en aduladores. La ilusión de omnipotencia conduce directamente a la ineptitud.
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El populismo, escribió el politólogo búlgaro Ivan Krastev, no se alimenta del miedo sino de la ansiedad. En ¿Ya es mañana?, un librito que escribió durante su encierro en el campo, propone esa distinción. La ansiedad es inquietud ante un peligro difuso y disperso. El miedo es algo más concreto, más inmediato, más punzante. Tengo miedo de morir por covid; siento ansiedad de que mi cultura sea arrasada por los migrantes. El temor abstracto del ansioso puede encontrar eco en la demagogia del antagonismo que lanza la culpa al otro. La cercanía de la muerte pide otra cosa: claridad, coherencia, confiabilidad.
FUENTE: REFORMA
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