Colaboración de Victor Hugo Sánchez
@RRHijodevecino @hijodevecino
Paulina Rubio y yo, ¿bailando lambada en una discoteca en Nueva York?. Créanme, así de loca es la vida de un periodista de espectáculo, o lo era, al menos en los lejanos 80’s.
Champaña, caviar, limousinas, Nueva York, la Chica Dorada y…Ok. Voy de regreso. Al principio de esta historia.
Era marzo de 1989. La Asociación de Cronistas de Espectáculos de NY, que lideraba Manolo García, había designado a Paulina Rubio como actriz ganadora del premio ACE por su participación en la telenovela «Pasión y poder», producción de Pedro Damián para Televisa.
Esos premios, en aquel entonces, convocaban a toda la corte celestial del espectáculo continental y, a veces, hasta algunos españoles e italianos. Invitado yo al evento, por parte de la actriz María Sorté, que ganaba premio por su disco debut, acudí a la Gran Manzana con todo pagado. Todo. Hasta la risa.
Desde el avión de salida, pude imaginar la gran fiesta que me esperaba: Enrique Rocha, Verónica Castro, Omar Fierro, Franco (sí, el de «Toda la vida»), María Sorté, Guillermo Vázquez Villalobos (mi jefe en el periódico El Heraldo de México), Lucha Villa, Juan Ferrara, Paulina Rubio y su inolvidable prima Marcela.
Noche de gala. Smoking, corbatita, loción y… ¡fiesta!. Tras la entrega de premios, una ceremonia tediosa, mal organizada, al aventón, algunos nos fuimos a seguir la celebración a una discoteca. Ahí, ¿por qué no? Champaña, caviar, la gran vida.
Una copa, dos… Un bocadillo y la invitación de Paulina para lanzarnos a la pista. Sonaba, recuerdo, aquel éxito: «Bailando lambada», tan ochentero, y ahí me tenían, a mí, novato reportero, bailoteando con la rubia, a quien ya conocí por las entrevistas que le había hecho en los foros de Televisa.
Una, dos, tres canciones y regresamos a la mesa.
Ya era tarde, muy tarde. Y ya era mucha fiesta, sobre todo, considerando que Paulina, en ese entonces, era menor de edad. Pero ¡qué importaba! ¡Traíamos limousina y patrocinio!. Porque, hay qué decirlo: el artista solía ser generoso con el periodista. Y María Sorté se pintaba sola para ser anfitriona y gran amiga.
«Ya es tarde, dijo la Castro», mientras por debajo de la mesa le pasaba un enorme fajo de billetes a Omar Fierro para que pagara la cuenta de la disco. Mi jefe, que era más farol que nada, dijo: «Yo pago». Y pagó.
Y un cuentón. Y como el que paga manda, mi jefe dijo: «vamos a cenar». Así, llegamos todos al Brasserie, uno de los restaurantes franceses de moda y de esos que eran after. Y ahí estaba yo, con aquellos monstruos, aquellas enormes figuras de la farándula y con Paulina,. Y con Marcelita, la prima.
Uno, dos, tres vodkas. La fiesta iba in crescendo, interminable. Y Marcela la prima, se convertía en el centro de atención de aquella cena donde Juan Ferrara y el Rochón la cortejaban sin medida, ignorando a la Pau.
Y es que había que ver a la prima. Hermosa y… mayor de edad.
Y como ya para ese momento éramos muy amiguis la Rubio y yo, me dijo:
-Ya quiero irme. Mi prima, nomás zorreando, y qué vergüenza. Le diré que ya nos vamos pero, si me manda a la chingada, ¿me puedo ir contigo? ¿Me llevas?
-Claro. Cuenta conmigo. Ya también quiero irme. Ya están bien pedos todos… Ojalá convenzas a Marcela de irse.
-¿Tú también te estás apuntando?
-No, no, no. Para nada, aunque no me negaría.
Pero Marcela estaba embebida con Enrique Rocha, así que la prima nos mandó el carajo y Paulinita y yo tuvimos que irnos de ahí… a pie.
La limousina se quedaba al servicio de aquellos.
¿Les he dicho que no hay manera más divertida de ser pobre que, siendo periodista? (no es mía la frase, por cierto). Pues, así, muy NY y muy todo, y yo no traía plata para tomar un taxi.
Paulina, menos.
-Vámonos caminando, Víctor Hugo; conozco NY como la palma de mi mano.
-Ok.
Aquello, que sonó tan cierto, fue nomás una ilusión.
Ella, en elegante vestido dorado y yo, de smoking, caminamos, caminamos, caminamos una o dos horas por aquellas calles que, no se crean, están repletas de maleantes y vagabundos. «Deme un dólar, por favor», nos dijo un negro sin dientes, ebrio o drogado, mientras Paulina insistía en su «no los peles, no les hagas caso; camina, camina, camina».
Eran casi las 6 de la mañana. Aún estaba oscuro.
Dejé a Paulina en su habitación. Me fui a la mía… y sin Marcela. Hay noches, así, lo juro, que no se olvidan.
Al regresar a la Ciudad de México, la primera llamada telefónica fue de Susana Dosamantes, madre de Paulina.
-Víctor Hugo, ya me contó Pau que eres un caballero, que la cuidaste todo…
-Susana, era mi deber cuidar a tu hija.
-Quiero hacerte una cena para darte las gracias.
-¿Invitarás a Marcela?
-No, ¡qué Marcela ni qué las hilachas! Y ya no me digas Susana, dime tía; para Pau eres como un primo. Ya eres de la familia.
Y, sí, fuimos familia muchos años, muchas fiestas, como aquella cena en que me ofrecieron, tan elegante, tan sofisticada, donde pude conocer gente como Alfonso Rosas Priego, Jorge Rivero, Isaura Espinoza y a su esposo, luego mi gran cuate, Sergio Sánchez.
No sé cómo sea hoy la vida de un reportero joven, no sé cómo sean las nuevas estrellas. En mis años mozos tuve la suerte de conocer gente de la que hoy ni el saludo queda.
Pero, los recuerdos, ahí se los dejo.
Descansa en paz, querida tía Susana Dosamantes.
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