Pocos nombres resuenan tanto en la identidad mexicana como el de Frida Kahlo. Pero en esta ocasión, no basta con mirarla en los libros ni observar sus cuadros colgados en una sala: ahora se puede recorrer su universo, sentir sus pinceladas y escuchar las palabras que alguna vez solo habitaron en su mente.
La experiencia inmersiva dedicada a Frida Kahlo no es una exposición en el sentido clásico. Es una caminata por sus emociones. Proyecciones en movimiento, espacios envolventes y tecnología que se pone al servicio del arte dan forma a una propuesta que invita al visitante a estar dentro del mundo que Frida construyó con dolor, con deseo y con determinación.
Cada sala es una escena. Las paredes se transforman en lienzos gigantes donde la obra se despliega, no solo para ser vista, sino para ser vivida. No se trata de réplicas ni de museografía tradicional. Aquí, el color se mueve, la música guía los pasos y el cuerpo se convierte en parte de la narrativa.
Lo más potente no está en lo digital, sino en lo emocional. Los pasajes de su vida no se narran como biografía, sino como atmósfera. Su accidente, su recuperación, sus relaciones y su soledad no se explican: se sienten. Quien entra, no solo observa a Frida, sino que atraviesa sus símbolos, sus heridas y sus luchas con el cuerpo y el alma.
El recorrido no tiene una sola dirección. Cada quien traza su propia ruta dentro del espacio. Algunas personas se quedan hipnotizadas por los retratos en movimiento; otras se sumergen en los textos, en los sonidos o en las imágenes ocultas que aparecen solo desde ciertos ángulos. Todo está diseñado para dejar una impresión única y personal.
Más que un homenaje, esta experiencia es un eco de Frida en la contemporaneidad. Una forma de traer su voz al presente sin filtros ni solemnidad, con la misma intensidad con la que vivió y pintó.
Porque Frida no fue solo una pintora. Fue una forma de mirar el dolor sin rendirse. Y en esta experiencia, esa mirada se abre al público con todos los sentidos.
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